La Habana: Real hasta la muerte

Septiembre 2022

La Habana es una ciudad hembra
Que no tiene freno ni tampoco riendas
Donde si te duermes, te pasan la cuenta
Ya no existe el tiempo
Y nada es mentira ni es verdad

Tarareaba en mi mente la canción de Álex Cuba en cada paso que junto a Rodrigo V. dábamos por esa ciudad parida para la contemplación.

Soñaba con conocerla en otros tiempos: en el Periodo Especial de la década de los 90 y cada vez que los periodistas románticos, amigos, me la dibujaban en las conversaciones como el último bastión del comunismo en América Latina. 

Cuando ya me había olvidado de ese deseo, mi compañero, el fotógrafo con quien intentamos darle cuerpo con imágenes y letras a este espacio, me puso una cita.

—Nos vemos en el aeropuerto José Martí, el 19 de septiembre a las 4:30 de la tarde.

Llegar y subirnos al taxi de Raúl, en medio de un clima incendiado, para comenzar a sentir esa decadencia dulce y añeja que sobrecoge a La Habana. El viejo lada destilaba olor a gasolina hasta por los cojines, mientras avanzaba perdiéndose entre calles de barrios otrora revestidos de clase.

Eugenia, la señora de la casa hostal que nos acogió, nos habló de la escasez sin abandonar su sonrisa amplia y melancólica.

—Me disculparán, tuve que cortar por la mitad el rollo de papel de cocina e improvisar el papel sanitario—, nos dijo arropada de una vergüenza digna.

Manuela, la viejita del centro que se dejó tomar una foto conmigo nos relató que las cosas siempre habían sido duras y ahora no eran especialmente distintas.

—Mi cuerpo lo ha vivido todo en este lugar y aquí sigo— fue su última frase antes de perderse en una calle traspapelada en el tiempo.

Miguel, el que nos llevó a probar el original cubalibre en el bar más típico de La Habana, nos regaló su mirada huérfana de alegría mientras nos confesó:

—Me  faltó determinación para irme—.

Ariel y Carlos ‘Tabaco’, los pescadores del malecón, fueron benévolos y divertidos con la ciudad nacida para ser recordada. La Habana fue una de las primeras ocho villas fundadas por los españoles en la isla durante la conquista.

—La Habana es La Habana. Puedes tomarnos la foto si luego me tomas una con ella— le dijo a Rodrigo V, mientras me señalaba.

María Helena, la guía del Museo Casa Natal José Martí, relató la historia del héroe con un orgullo cultivado a lo largo de 38 años de vida como profesora de primaria.

—Martí fue el padre. Él luchó por impulsar la revolución hacia la independencia—, mencionó. Otros la siguieron impulsando hasta hacer de la lucha un futuro utópico. En ese presente enrevesado se educan las niñas de la Escuela Primaria Camilo Cienfuegos Gorriarán. De faldas rojas y pañoletas azules adornan la tarde habanera.

Chocolate, a quien conocimos vendiendo libros en la calle, nos mostró los que tenía en cajas, alejados de las portadas desgastadas exhibidas en su humilde estantería de madera ubicada en la calle: 13 novelas de Leonardo Padura, el escritor “almacén de memorias” más célebre de Cuba, aún resguardadas por el plástico transparente que no deja escapar el olor a nuevo.

—Están listos para la venta, no tengo muy claro a quién, chica— me guiña el ojo y deja ver sus dientes blancos que contrastan con su piel negra. Vender literatura y arte en Cuba es un verdadero desafío vivido a diario en la Factoría Habana, un loft galería que surgió en 2016.

Contrastes hay muchos en una ciudad que adquiere la dimensión de bestia histórica. Allí todos sus eslabones están en crisis. Tanto en el Hotel Nacional como en el hostal faltan el pollo y la leche; en ninguna farmacia hay toallas higiénicas, las estanterías lucen vacías; y la langosta anunciada en el menú del Havana Social Club, figuró escasa en los platos.

Pero a la memoria sobre este viaje le cabe la fuerza que otorga un mural inmenso, real hasta la muerte. Sobre la pared catorce rostros fatigados, caras habaneras susceptibles de fácil confianza. En el fondo escuchamos son cubano interpretado por un trío de hombres entrados en años luciendo guayaberas. Al fondo el mar azul, irreverente. Arriba el cielo también azul, imperturbable. Mar y cielo fundidos al final del día en un atardecer memorable.

El aire no se levanta en esta época del año, las manecillas del reloj parecieran no moverse, las dos muchachas tocan los violines en el bar de jazz “La zorra y el cuervo”. Somos sus únicos dos espectadores acompañando a unos padres orgullosos. Al salir del sitio, nos espera un “almendrón” rosado [antiguo carro de los años 50] para recorrer un lugar que atrapa por su hermosa decadencia. La joya latinoamericana sumergida en el tiempo inacabado.

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